jueves, 17 de septiembre de 2009

El poder, ¿para quién?


El poder, ¿para quién?
Germán Hennessey©
Hace poco me enteré de un gerente y propietario una mediana empresa exitosa que prohibía que sus directivos o cualquier otro cargo menor tuviesen asistente, pues era un privilegio exclusivo de la gerencia. Esta es su forma de ostentar su poder.
Pero, ¿cuál poder?, y más aún, ¿el poder para quién?
Conozco a alguien muy cercano que es medalla de oro olímpica en el poder relacional; los amigos de su hijo le dicen que la mejor herencia será el directorio del celular, pues una llamada activa toda la red de amigos y amigas que le permite lograr metas. Los médicos son amantes del poder de la experticia y el conocimiento: seminario que hacen, diploma que cuelgan para mostrar competencia profesional y credibilidad.
Quienes gustan de premiar o castigar a su gente según la evaluación personal de la actividad realizada, ostentan el poder del cargo. Hay gente de “sangre dulce” que atrae hasta a los “vinagrosos”, y logra que todos reciban con agrado su consejo o su regaño, por el poder del carisma. Algunos bloquean con gusto un cheque de viáticos con la excusa del procedimiento, solo para mostrar que tienen el poder de la función, o como los porteros que si lo desean impiden el paso con el argumento que “para eso están”.
Así podemos repasar los tipos de poder, pero, a diferencia del expresidente colombiano Darío Echandía (1897 – 1989), que preguntaba “el poder para qué”, yo me pregunto el poder para quién, quién debe beneficiarse del uso del poder.
Algunos creen que el poder lo tienen cual campeón, sin recordar que deben competir y volver a ganarlo. Unos juran que lo reciben por herencia genética, como parte de su ADN. Muchos asumen que viene con el título y aspiran a que todos le hagan reverencia cual súbditos. Otros blanden las leyes y las normas como daga, olvidando, como dijo Jesús, que la ley es para el hombre y no el hombre para la ley.
Todos ellos tienen una sola persona en mente: ellos mismos; suponen que el poder está al servicio de ellos, que el poder es para complacerlos sin importar la lógica ni el beneficio de sus decisiones, que los demás deben mostrarles admiración como al rey de bello traje invisible desfilando por la calle.
El poder, esa capacidad de influir en otros, no lo tiene la persona; le ha sido dado y reconocido por los demás. Cuantos títulos tiene alguien y sus colegas lo ven como principiante; que pomposo cargo ostenta otro, pero sin fuerza para decidir; que “bella persona” se considera alguien, rechazado por los demás.
El poder es “algo” que otorgamos a otro, es una aceptación o convencimiento de que las ideas de otro deben o pueden primar sobre las nuestras. El poder no lo tenemos, nos lo brindan al aceptar la influencia de nuestras palabras y actos sobre la conducta y el desempeño de los demás.
En las organizaciones, el poder debe estar al servicio de las personas y de la organización.
¿Por qué el poder al servicio de las personas? El poder es una fuerza potencial, cual río dispuesto a ser utilizado para generar energía; el poder es una propiedad de la persona que cobra vida o se manifiesta cuando los demás lo activan al aceptar las palabras y al asumir como propio un comportamiento, o al seguir el ejemplo de la conducta de otro.
Recuerdo las palabras de mi profesor de alemán en el colegio, Herr (señor) Manfred Kaess, al relatar que Hitler le pidió al pueblo alemán 13 años para cambiar la nación; “y la cambió – decía Herr Kaess con ironía- porque la acabó”. Es innegable que esa era una persona con poder pero al servicio de él y de su obsesión, no al servicio real del pueblo.
Un poder positivo está al servicio de los buenos propósitos, de las nobles metas, de las ideas innovadoras, del bienestar colectivo; un buen poder se suma al liderazgo para motivar un desarrollo o una transformación de beneficio común.
¿Para quién un poder que impide o limita la acción de otro, por el placer de verlo perder, por ejemplo? Ese poder cual bumerang genera efectos negativos sobre el primero: si el otro no se desarrolla, no habrá desarrollo sostenido ni sostenible para ninguno.
Un poder que coarta, atemoriza o aterroriza –por ejemplo con la sanción o el despido- es un poder destructivo, pues hace de la extorsión y el chantaje una herramienta frecuente, con altos costos para las personas y las organizaciones: no he visto la primera que sea competitiva creyendo que los demás son esclavos o abusando de las personas porque reciben un salario.
Un poder que confunde, burla, engaña, trazando horizontes errados o llenos de incertidumbre, lleva a todos al bloqueo productivo y emocional: se produce menos con altas preocupaciones, se yerra más y se ahorra menos.
Un poder que esconde o acomoda la verdad y la información, solo para aprovecharse de ese conocimiento, ya para actuar con ventaja, ya para evitar una consecuencia, es un poder corrupto que rompe la confianza y el compromiso.
Un poder que limita o es mezquino con los recursos o los equipos, impide la productividad y desmotiva a quien debe trabajar con las uñas; peor aún si observa que otros reciben lo que no merecen o necesitan.
El uso del poder depende de las posiciones éticas de las personas, y en el caso de las organizaciones, de las conductas de sus directivos. Son ellos los responsables de definir las normas de conducta, de actuar correctamente, promoviendo que el poder sea bien usado.
En la organización, el poder no es de uno, no es excluyente o un privilegio; cada ser humano tiene poder. Una aseadora, para mencionar a alguien que asumimos sin poder, lo tiene pero no lo sabe, no se lo permitimos usar, y, por consiguiente, no le permitimos su desarrollo personal ni laboral y su impacto favorable en la organización: la aseadora conoce su negocio para proponer métodos y productos de aseo, poder del experto; puede ser responsable de la higiene y la salud por su actividad, poder de la función; maneja unos recursos y puede supervisar a otros en temas como 5S, poder del cargo; conoce a las personas de la organización, quién hace qué cosa y puede conseguirnos ayuda, poder relacional; y además es querida por todos por su trato personal, poder del carisma. Si le enseñamos a que ella tiene esos poderes, a que los use de manera correcta, y la orientamos a que sea en beneficio de las personas y de la organización, creamos una espiral del poder, que fluye y crece cada día.
Dar poder o empoderar a las personas no es darle responsabilidades o tareas nuevas; es quitarles y romper las cadenas con las que solemos limitar su potencial creativo, productivo, innovador.
Cuando un rey declaraba caballero a alguien, tocándolo con la espada en el hombro, le “pasaba poder”, le engrandecía, le exaltaba, le motivaba y le comprometía con la causa del reino, sin peligrar la silla real.
Muchos no “sueltan” el poder, como si fuera un recurso natural no renovable, por temor a dejar de ser reconocido o valorado; el poder es una fuente energética multiplicadora, un tsunami positivo, que cuando está al servicio de las personas de la organización, la engrandece para ser más productiva, innovadora y competitiva. Es el poder de dar poder.

1 comentario:

  1. Germán, acertado el análisis del poder. Le permite a uno entender que cada persona es un instrumento para el logro de un objetivo y que en la medida que conozca su talento estará empoderado, entender que nos ahogamos en el concepto de "poder" si no ubicamos la razón y el sujeto que goza de él.
    Felicitaciones por tu iniacitiva y por compartir tu conocimiento.

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